sábado, 24 de mayo de 2014

Incitación al odio

El odio es con seguridad la emoción humana más negativa. El odio puede engendrar rencores, abusos, injusticias y muertes. Es por ello lógico que toda incitación al odio sea condenada y hasta cierto punto controlada por las fuerzas del orden. El asesinato de la presidenta de la Diputación de León generó numerosos comentarios en las redes sociales. Algunos de ellos fueron de mal gusto, siempre es reprobable la alegría ante la muerte ajena, no desees a los demás lo que no quieras para ti. Unos pocos fueron más allá y desearon que la muerte se llevase a otros políticos, alentaron este tipo de actos. Fue aquí donde intervino el poder judicial.
Es en este punto donde se da un paso firme pero polémico. Las redes sociales albergan numerosos comentarios que podrían ser reflejo del sentir global. Este nuevo medio de expresión permite la comunicación con mucha más gente que los medios tradicionales, pero además el uso de alias y la falta de contacto directo con los interlocutores dan una sensación de anonimato que desinhibe nuestra expresión y puede llevar a realizar comentarios poco meditados. He aquí la difícil cuestión de clasificar comentarios como poco apropiados o de mal gusto, frutos de un momento de frustración poco meditado o una incitación al odio considerada como delito.
Tras las detenciones de algunos autores de comentarios en redes sociales en los que se alentaba a acabar con la vida de algunos políticos, se han denunciado otras conductas mezquinas como las respuestas antisemitas tras la derrota del Real Madrid en la Final Four de este año. Ciertamente, los comentarios pueden ser considerados, al igual que los realizados tras la lamentable muerte antes mencionada, en una de las categorías anteriores. Lo que está más allá de toda duda, es que en mayor o menor medida son la expresión de un odio.
Aquí es donde, más allá de ser noticias de moda más o menos pasajera, más allá de suscitar una polémica entre el derecho a la libre expresión y la seguridad ciudadana o el respeto a los ciudadanos, hemos de reflexionar sobre el origen de este odio.
Fuera de las redes sociales, también se producen manifestaciones de ese odio. Condenables también son los actos de acoso y casi agresión al Sr. Montoro tras un acto en Cataluña. Sin embargo, es inútil la simple condena, hemos de reflexionar sobre la razón del odio que se manifiesta así. ¿Son las sólo las palabras las que pueden incitar el odio en las personas?¿No serán también las circunstancias, las decisiones que se toman, las injusticias o los actos de segregación social o económica no justificables?

Muchas son las protestas ciudadanas en estos días de dificultades económicas. Han llegado desde numerosos ámbitos y estamentos. Es evidente la sensación de desamparo de muchos ciudadanos que ven como aumentan sus impuestos y menguan sus  servicios, como se les piden esfuerzos que no se ven reflejados en aquellos que los exigen, como la justicia actúa implacable ante ciudadanos que pierden sus hogares por deudas con los bancos mientras algunos dirigentes o ex dirigentes de estas entidades (y por tanto los máximos responsables de sus desatinadas y, en algunos casos, fraudulentas decisiones) permanecen libres o enredados en interminables pleitos. Esto genera sensación de injusticia, de abuso de poder, de desigualdad de derechos y un rencor que se acumula hasta el aborrecimiento, una aversión gestada con el tiempo por las circunstancias en las que vivimos y por ello, el odio más peligroso.

domingo, 11 de mayo de 2014

Europa: de la ilusión al desencanto

En 1986, cuando España entró a formar parte de la entonces llamada Comunidad Económica Europea, yo aún era un niño. Aún no comprendía el significado de ese hecho más allá de que era un acuerdo con otros países de Europa. Ese acuerdo coincidió con una etapa de clara mejora económica del país que recibía los fondos de cohesión destinados a mejorar las condiciones en aquellas regiones menos desarrolladas dentro de los países que formaban parte de la CEE. Más adelante, en mi adolescencia, se ratificó el Tratado de la Unión Europea en Maastricht que ampliaba esa unión a aspectos más allá de los puramente económicos, hasta política exterior común e incluso un Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Era una idea realmente ilusionante, la búsqueda del bien común entre todas las naciones, trabajar juntos para un futuro mejor, sin conflictos, guerras ni marginación, sin pretensiones de hegemonía ni explotación. Era un reto difícil pero en mi juventud veía tomar cuerpo a mi ilusión de una humanidad feliz.
Sin embargo, la realidad se impone a los sueños, en ocasiones cruelmente. Esa Unión Europea se amplió pero también sufrió la falta de entendimiento en asuntos cruciales como la segunda Guerra del Golfo. No parecía que el acuerdo fuera posible y la Unión Europea estuviese realmente unida. Durante esos años, nos fuimos dando cuenta de la importancia en nuestras vidas de las medidas acordadas en el Parlamento Europeo. Tal vez, hoy en día más que nunca. Desde Europa nos han venido medidas judiciales alabadas como la nulidad de las cláusulas suelo o impopulares como la excarcelación de los presos a los que se aplicó la doctrina Parot.
Pero el golpe más duro que nos hizo despertar del sueño de la unión entre pueblos europeos vino del origen de la unión: la economía. Llegó la crisis, hubo alarma, reuniones baldías y al final, la reacción ante la gravedad de la situación de países miembros como Grecia, Irlanda, Portugal y España fue poco solidaria. La ayuda al débil se hizo de rogar, se establecieron condiciones muy duras, no se quería arriesgar el bien propio, la idea del bien común quedó aparcada. Algunos países incluso consiguieron beneficiarse de esta situación de necesidad (sí, me refiero a Alemania). Quedó claro que los dictámenes del mercado económico primaban sobre el bienestar de los ciudadanos.

Así pues, nos encontramos ante unas elecciones en que se elegirán los miembros de un parlamento que tomará decisiones importantes pero que estará  influenciado por los lobbies y aquel ente que en la actual situación toma dimensiones casi mágicas y divinas, el mercado. Ese influjo puede ser tan grande o mayor como el de la búsqueda del bien de los ciudadanos europeos y eso me causa desaliento. Tengo claro que voy a elegir una opción progresista, en algunos casos, la promesa del bien ciudadano cuando lo que se quiere es el beneficio de unos pocos es para mí evidente. Sin embargo, ahora que he llegado a mi madurez me encuentro con que mi ilusión en una Europa unida se ha transformado en desencanto.