En 1986, cuando España entró a formar parte de la entonces
llamada Comunidad Económica Europea, yo aún era un niño. Aún no comprendía el
significado de ese hecho más allá de que era un acuerdo con otros países de
Europa. Ese acuerdo coincidió con una etapa de clara mejora económica del país
que recibía los fondos de cohesión destinados a mejorar las condiciones en
aquellas regiones menos desarrolladas dentro de los países que formaban parte
de la CEE. Más adelante, en mi adolescencia, se ratificó el Tratado de la Unión
Europea en Maastricht que ampliaba esa unión a aspectos más allá de los
puramente económicos, hasta política exterior común e incluso un Tribunal de
Justicia de la Unión Europea. Era una idea realmente ilusionante, la búsqueda
del bien común entre todas las naciones, trabajar juntos para un futuro mejor,
sin conflictos, guerras ni marginación, sin pretensiones de hegemonía ni
explotación. Era un reto difícil pero en mi juventud veía tomar cuerpo a mi
ilusión de una humanidad feliz.
Sin embargo, la realidad se impone a los sueños, en
ocasiones cruelmente. Esa Unión Europea se amplió pero también sufrió la falta
de entendimiento en asuntos cruciales como la segunda Guerra del Golfo. No
parecía que el acuerdo fuera posible y la Unión Europea estuviese realmente
unida. Durante esos años, nos fuimos dando cuenta de la importancia en nuestras
vidas de las medidas acordadas en el Parlamento Europeo. Tal vez, hoy en día
más que nunca. Desde Europa nos han venido medidas judiciales alabadas como la
nulidad de las cláusulas suelo o impopulares como la excarcelación de los
presos a los que se aplicó la doctrina Parot.
Pero el golpe más duro que nos hizo despertar del sueño de
la unión entre pueblos europeos vino del origen de la unión: la economía. Llegó
la crisis, hubo alarma, reuniones baldías y al final, la reacción ante la
gravedad de la situación de países miembros como Grecia, Irlanda, Portugal y
España fue poco solidaria. La ayuda al débil se hizo de rogar, se establecieron
condiciones muy duras, no se quería arriesgar el bien propio, la idea del bien
común quedó aparcada. Algunos países incluso consiguieron beneficiarse de esta
situación de necesidad (sí, me refiero a Alemania). Quedó claro que los
dictámenes del mercado económico primaban sobre el bienestar de los ciudadanos.
Así pues, nos encontramos ante unas elecciones en que se
elegirán los miembros de un parlamento que tomará decisiones importantes pero
que estará influenciado por los lobbies
y aquel ente que en la actual situación toma dimensiones casi mágicas y
divinas, el mercado. Ese influjo puede ser tan grande o mayor como el de la
búsqueda del bien de los ciudadanos europeos y eso me causa desaliento. Tengo
claro que voy a elegir una opción progresista, en algunos casos, la promesa del
bien ciudadano cuando lo que se quiere es el beneficio de unos pocos es para mí
evidente. Sin embargo, ahora que he llegado a mi madurez me encuentro con que
mi ilusión en una Europa unida se ha transformado en desencanto.
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